top of page
Buscar

La funcionalidad y utilidad del arte

  • cgartadvisory
  • 10 dic 2013
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun 2022


Decía Ernst H. Gombrich que el arte está hecho por lo Hombres para los Hombres, como forma sencilla de explicar que el arte tiene una funcionalidad, una utilidad mucho más mundana de la que consciente colectivo tiende a imaginarse cuando piensa en él. De hecho, una de sus suposiciones es que el concepto arte tiene que escribirse con a minúscula, puesto que al contrario se convertiría en un ente mágico, fantasioso, abstracto y divino, difícilmente alcanzable, asimilable y abordable por los seres humanos. Todo esto es relativamente fácil de comprender, pero si trasladamos dichos conceptos a la historia del arte, conseguiremos entender nuestra evolución a partir de la del arte, de modo que el porqué de éste estaría históricamente claro.


El porqué parece ser nuestra gran eterna pregunta que tanto nos incomoda para confrontarnos ante el enorme y complejo puzle que conforma el arte contemporáneo. Y con arte contemporáneo me refiero a los últimos 33 años de producción artística, marco temporal suficientemente corto como para que sea una tarea compleja la de analizar con la debida perspectiva, que a su vez tiene un claro componente que lo determina: el oro, el colapso del dólar con su equivalencia y la “comoditización” del arte, que germinaron durante los años 70.


El espectador, común y no tan común, cuando entra en una de las catedrales del arte del siglo XXI, en algún momento se hace inequivocable pregunta de por qué esto es arte contemporáneo. Para entender con rigor el porqué no hay que trasladarse a cuestiones intelectuales y humanísticas, para desgracia de muchos, sino que hay que entender el marco económico de la industria cultural del arte que la sostiene. Entender el funcionamiento del entramado formado por los agentes del sistema, tales como artistas, comisarios, críticos, museos, patronatos, espectadores, coleccionistas y galeristas es entender los intereses microeconómicos que erigen y destronan a su antojo qué es o no arte. Desgraciadamente para los humanistas, componentes como la crítica y la militancia sociopolítica del artista, tan característico del modernismo, ha desaparecido en favor del factor mayoritariamente predominante hoy en día: el dinero. Causalmente, la industria del arte, tal y como la conocemos hoy en día, se desarrolló tras las perdida de la paridad del dólar con el oro, que abalanzó a una enorme cantidad de inversores en el arte con la finalidad de buscar unos bienes tangibles en los que refugiarse ante la siempre temida inflación.


Tras años de pequeños y no tan pequeños inversores inflando el mercado del arte en EEUU durante los 80, hubo otro foco paralelo que se dio cuenta del potencial inversor y publicitario del coleccionismo de arte contemporáneo: las corporaciones. Y ¿por qué? Propondré un ejemplo muy sencillo para retratar dicha razón. Desde el nacimiento de la institucionalización religiosa judía, cristiana e islámica, la imagen adquirió una importancia sobrenatural sumamente controlada e imprescindible para vigilar la fe de seguidores y escépticos. Hoy en día, la imagen sigue teniendo ese poder natural y antropológico que tenía entonces, y el consumismo, como nueva religión desde mediados del siglo XX, no podía dejar de ser un factor reducidamente controlado por quien lo fomenta. ¿Existe mejor forma que mediante el arte, su coleccionismo y difusión cultural, aparentemente desinteresada, para llegar al subconsciente colectivo de la masa? El arte como herramienta publicitaria fue uno de los grandes gérmenes del coleccionismo corporativo e institucional que hoy en día conocemos, pero no el único.


Otro de los factores que ha sido fundamental para el desarrollo del arte contemporáneo ha sido la banalización de su naturaleza humana hasta reducirse a un mero objeto y pretexto de turismo colectivo masivo, como si de un Disneyland se tratase. ¿Cómo se gana más dinero: vendiendo arte o entradas para verlo? Con los dos se gana mucho y, evidentemente, es mucho más difícil conseguir lo segundo, pero con el debido capital, que para estos propósitos siempre parece más fácil conseguir, acaba siendo mucho más rentable vender entradas y souvenirs de museos. Ahí está el tan ejemplificado caso del Guggenheim de Bilbao y todos los proyectos que le han seguido de semejantes características, que hoy en día parecen brotar como setas en los Emiratos Árabes Unidos y Catar.


La industria museística y todos los agentes a su alrededor se dieron cuenta del potencial económico entre los 80 y 90 de la privatización del arte. Claro que ante semejante escenario emergía lo nunca antes visto en la historia del arte; la consideración de la demanda para adaptar la oferta. Por supuesto, los gustos intelectuales nunca formaron parte de las características a tener en cuenta sobre el consumidor, sino más bien sus gustos de entretenimiento y facilidad retiniana para claudicar ante lo espectacular. Creo que el punto histórico que marcó claramente esta diferencia fue la retransmisión 24 horas al día, los 7 días de la semana ininterrumpidamente y en directo a nivel mundial de la Guerra del Golfo. A partir de entonces, con unos avances tecnológicos de entretenimiento cada vez más desarrollados y populares, una retransmisión de este tipo calaría hondamente en nuestro subconsciente hasta convertirnos es esclavos demandantes de espectáculo de luces y acción conlleve lo que conlleve, que, en este caso, no era otra cosa que muerte. Pues bien, los museos estadounidenses que lideraron este cambio –y que, por cierto, pertenecen en su mayoría a grandes fortunas privadas– dieron mayor y especial protagonismo a instalaciones y esculturas monumentales que pudiesen dejar atónitos a los espectadores. Como ejemplos más notorios dentro del anterior dado del Guggenheim, se me ocurre la sala monumental acondicionada expresamente para que Richard Serra trasladase una escultura con características arquitectónicas o el cachorro enorme de Jeff Koons producido con flores, que se encuentra en la entrada. Ambos se han convertido en un reclamo imprescindible para el turismo de la ciudad, al igual que el museo, que en sí en un espectáculo monumental. Por cierto, el museo está hecho con las mismas placas de titanio con las que se produjeron los F-117 que arrasaron el Golfo Pérsico.


Puppy (1992) de Jeff Koons en el Museo Guggenheim Bilbao


Efectivamente, todas estas muestras y otras tantas, que no podré tratar por el momento debido a exigencias del guión, son el resultado del Hombre así como de nuestras configuraciones socioeconómicas y culturales, que irremediablemente nos esclavizan a través de la imagen y su poder, lo que es más que comprensible. No obstante, y pasado el eventual caos resultante de la espectacularidad, no sería un mal ejercicio el planteamiento razonado de la utilidad y funcionalidad de lo que percibimos en los museos e instituciones a la par. Con lo cual, propongo que la próxima vez que uno se encuentre maravillado ante una muestra de semejantes características haga el sano ejercicio de preguntarse por qué ese artista y esa obra están ahí, qué utilidad pueden tener y, sobre todo, para quién. Llegados al punto de quién es el que gana con la muestra de ciertos artistas y obras, se encontrará la tan ansiada respuesta del porqué.

  • Facebook
  • X
  • Instagram
  • LinkedIn

© Copyright by CC

bottom of page